Benigno Morilla – Escritor
«Sólo el sabio no miente» (Afirmaban nuestros antepasados)
En los tiempos presentes ya no se discute sobre el fraude que supone una mentira dicha en privado o en público. Forma parte de la retórica más habitual. Incluso se presume de la habilidad de los mentirosos a la hora de lograr lo que los honrados no pueden alcanzar, por causa de su pudor a la hora de mentir.
Casi todos los ciudadanos saben que los medios de comunicación generalista mienten, la más de las veces a cambio de subvenciones, deformando u omitiendo informaciones que deberían ser del dominio público. La mentira se ha convertido en la parte sofisticada de los grandes engaños.
La verdad, siempre asociada a la desnudez, parece dejarnos a la intemperie en una noche invernal. En cambio, la mentira se adereza con pizcas o paladas de escándalos. Si la situación se agrava posteriormente, se desdicen las patrañas con una vasta panoplia de mayores falsedades. Tarea espinosa, porque la mentira lucha por todos los medios para mantenerse fresca. El filósofo Karl Popper dejó dicho: “El que dice una mentira no ignora qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte mentiras para sostener la certeza de la primera”.
Los políticos actuales se mofan de estas reflexiones. Muchos de ellos se revelan como maestros a la hora de cambiar el sentido cabal de una palabra por un eufemismo. Crean términos y escenarios ilusorios que sobreviven como nubes volátiles en la imaginación de los crédulos que les prestan oídos. Cuentan falacias (desviando así la atención sobre la realidad) que son un arma para los gobernantes autoritarios. Aquellos que sostienen la impostura política campean por un espacio infantil plagado de unicornios y violines de fondo. Son habitantes de un universo cuya realidad objetiva ha quedado engullida en una creación paralela donde los auténticos valores han sido sustituidos por sucedáneos exquisitamente manipulados, hasta concederles significados opuestos a los originales.
Existe una curiosa paradoja. Para mentir bien, hay que decir la verdad. Sí, pero una verdad mutilada. Por eso se dijo desde la Antigüedad que peor que una mentira es una verdad a medias. Decir de un conocido que últimamente ha perdido bastante pelo, puede ser una verdad a medias, si dijera la verdad completa entenderíamos que se ha quedado totalmente calvo. Las medias verdades abundan en determinados colectivos, haciendo alarde de un arte con el que pueden desfigurar la verdad, haciendo posible su encubrimiento sin que se les pueda tildar de mentirosos. Todo un arte.
Epímenes, Rey de Creta, hizo una declaración que ha conseguido devanar los sesos durante siglos a las mentes supuestamente más inteligentes con toda clase de reflexiones. En una ocasión Epímenes profirió: “Todos los cretenses son mentirosos”.
Si Epímenes, siendo un cretense, aseguró rotundo que todos los cretenses mentían, habría dicho una verdad anulando así la afirmación de que todos los cretenses son mentirosos. Es decir, habría generado una paradoja.

Habrá quienes, aburridos de pasear sus mentes por caminos que no llevan a ninguna parte, deduzcan que la verdad reside en el silencio. Las esculturas del Dios egipcio Horpajard, helenizado con el nombre de Harpócrates, mantienen el dedo índice de la mano derecha sobre los labios cerrados queriendo indicar que el silencio nos libra de equívocos propios de la precariedad de fondo del lenguaje, inútil para todas las cuestiones que están más allá de lo evidente para el ojo y la razón humana. Plutarco, historiador griego, nos explica que el gesto pidiendo silencio se refiere al resguardo de los Misterios Sagrados de Egipto y que, sobre ellos, ha de imponerse la discreción y el secreto.
El silencio tiene dos valores esenciales: custodia todo aquello de carácter Sagrado, tan aborrecido por los profanadores; pero, también, el silencio es patrimonio de criminales, felones, tramposos y malvados que encierran sus actos vergonzosos en jaulas de silencio. Al respecto reconocía Cicerón: “la verdad se corrompe, tanto con la mentira como con el silencio”.
Asimismo, Jesucristo guardó silencio cuando le hicieron una pregunta engorrosa: ¿Qué le pasará a un viudo, casado posteriormente, cuando tras morir vaya al cielo? ¿Con cuál de sus dos esposas habrá de reencontrarse para convivir en el más allá? ¡Menuda papeleta! Como respuesta Jesucristo guardó un silencio paralelo al de Harpócrates. Tanto si la respuesta hubiera dado con la primera mujer o con la segunda o con ninguna, hubiera causado un caos religioso colmado de explicaciones que negarían, la simplificación llena de sentido común de sus enseñanzas. La verdadera respuesta al dilema, queda reservada para desvelarse en un nivel inefable.
Platón hacía distinción entre dos mentiras. Una de ellas, las llamadas “mentiras nobles”, es decir, las necesarias para preservar la armonía social. La segunda las denominadas “mentiras blancas”.
El catolicismo también tiene en cuenta las proporciones de los pecados en la confesión. Distingue entre los veniales y mortales y, en el catálogo de las mentiras, ha perpetuado acertadamente las blancas llamándolas “mentiras piadosas”. Esta clase de mentirijilla se da cuando conviene ocultar hechos que podrían causar sufrimiento. Por ejemplo, la inminencia de la muerte de un ser querido. Cuestión delicada por otra parte, pues la compasión propia de una mentira piadosa, aunque bien intencionada, en algunos casos puede impedir que un agonizante, pueda arreglar con el perdón las diferencias con alguna persona allegada, para poder entregar en paz su alma a la Vida Eterna.
“La verdad os hará libres” predicó Jesucristo, dejando de lado lo difícil que resulta gestionar la revelación de verdades a personas especialmente atrapadas por falsas creencias.
El poeta Angelus Silesius explicó esta distorsión del pensamiento con palabras muy ingeniosas; cuenta: “Se encuentran dos amigos y uno comenta: Conozco un hombre que habla con los Ángeles. El amigo le responde: ¿No será una mentira? Raudo, responde el primero: ¿Cómo va a mentir un hombre que habla con los Ángeles?”
En definitiva y simplificando: se confunde el creyente con el crédulo. El creyente lo es por razones que provienen de un carácter trascendente. El crédulo carece de criterio propio, dejando el camino abierto a los mentirosos que a él se acerquen, mientras que el creyente se apoya en el pilar firme de la Fe, que no es creencia. La verdadera fe, no tiene su punto de partida desde fuera, sino que es o está infundida; es decir que proviene de lo más hondo del corazón sin mediación anterior de un mensajero. O, en todo caso, de existir tal mediador, lo es a modo de detonante de una fe subyacente no reconocida conscientemente. Dicha fe es inmune a las mentiras y a las corrientes de pensamiento novedosas que el tiempo va dejando en la cuneta.
Sócrates, pensaba así sobre el común de las personas: “La gente inteligente aprende de todos, la gente promedio aprende de sus propias experiencias, mientras que la gente estúpida ya tiene todas las respuestas”.
Traspasando la sombría barrera del relativismo y renunciando a los floridos malabares de las paradojas, se alcanza la verdad absoluta, que es uno de los atributos del Espíritu. Aquel que busca aposento en este lugar sagrado de sí mismo, es sabio y de ello se desprende que nuestros ancestros sabían lo que decían refriéndose a las verdades y a las mentiras: “Sólo el sabio no miente”.
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