Vivir eternamente es una aspiración humana desde los albores de la civilización; un poderoso anhelo que sigue vigente. La sola diferencia entre tiempos pasados y actuales consiste en que alcanzar la inmortalidad ahora, se considera fruto exclusivo de la Ciencia, y no de la Metafísica, la Religión o la Filosofía y las Leyes Naturales, tácita y explícitamente ignoradas; de tal manera que nos encontramos ante un derrumbe de los dioses y la entronización de lo humano…¿desmedida, quizá?
Semejante cambio supone el eje de un sinfín de propuestas para implementar la “no muerte”. Lo cual, no significa superar el reto del viejo y antediluviano Matusalén, sino de hacer lo que nadie jamás logró: no morir gracias a la ciencia humana y su poderosa tecnología.
Este enfoque, que elimina la intervención de fuerzas celestes consideradas apolilladas, está cambiando la fisionomía de la sociedad y la geografía, que son rediseñadas con métodos desconocidos por la población: es la llamada “ingeniería social”. No es de extrañar, por lo tanto, que a la velocidad en la que se produce en el núcleo de la población y a escala mundial, surja miedo, desconcierto, perplejidad y también errores o confusión al establecer comparaciones justificativas o semejanzas entre modelos, de antes y de ahora, que lleven a engaño.
Esta revolución tecnológica contemporánea en la que ya estamos inmersos, es realmente diferente a las anteriores revoluciones habidas por muy drásticas que fueran aquellas, pues surge de las profundidades de las computadoras cuánticas, de las modificaciones genéticas, de la inteligencia artificial, del ¿exceso de la población mundial, como algunos piensan?…, y de una infinidad de supuestos que son puertas abiertas a lo desconocido, ámbito que también incluye a lo peligroso e indeseable.
Dicho de otro modo, ésta es la primera revolución que no es analógica o seguidora de un modelo básico y conocido, sino digital, distinto e inexplorado, lo que traerá consigo sorpresas descomunales sin que sepamos reaccionar, viéndonos de pronto metidos de lleno en situaciones que jamás hubiésemos deseado penetrar ni vivir.
El hecho de vivir, el momento siempre presente de la vida, es un “estado de probabilidad” abierto a múltiples realidades posibles, lo cual equivale a decir que existen incontables futuros por delante y no uno solo. Y no todos pueden ser convenientes ni deseables.
Urge pues una reflexión colectiva, un debate sensato, honesto, pacífico y cordial que defina de antemano qué mundo y qué humanidad nos gustaría no solo vivir, sino dejar en herencia a los que nos han de suceder, y diseñar el cómo lograrlo.
Un reto, sin duda, necesario e ilusionante en el que OIKOSFERA quiere estar presente y participar. Por vocación y por compromiso moral.
A tal efecto, hoy nos complace abrir este espacio con la publicación de un primer artículo, al que seguirán más y desde todas las perspectivas.
El día en que un humano descubrió su reflejo en la pupila de un anciano moribundo que dirigía hacia él su última mirada, creó un cruce de percepciones que contenían una pregunta y la correspondiente respuesta.
La pregunta era la siguiente. “Ante la inminencia de tu final pareces contemplar una verdad vigorosa dirigida a una esfera desconocida, lo que me lleva a pensar que, en este instante postrero, conoces los secretos más recónditos. Dime entonces: ¿sabes quién fue el más anciano de nosotros? El progenitor de nuestra raza.”
Como respuesta recibió balbuciente una revelación. “Al igual que los hijos suceden a los padres, los humanos son la continuación de un Ser Superior e Ignoto cuya edad abarca todos los tiempos. Se le considera el Sujeto de una cadena compuesta por eslabones de Universos, Mundos y de los seres que los habitan.” Suspiró y continuó: “El Ser Esencial del que hablo jamás muere, al contrario de sus descendientes, quienes para intentar sobrevivir eternamente, necesitan realizar complejos rituales y cánticos interminables sin resultados para sus propósitos. Ardua tarea es la querer ser divino cuando se camina por senderos desconocidos que llevan al extravío. El Ser Primordial que menciono aparece a veces en sueños, fugazmente, tanto siendo un decrépito anciano como un vigoroso joven Hombre o Mujer. Él permanece inmarcesible fuera del Tiempo y del Espacio. Observador impertérrito del curso del Devenir que se conforma a partir de su garganta y boca cuando pronuncia las palabras creadoras que forman el río de la Vida.”
Pasados miles de años, tal relato se adornó con la ayuda de la imaginación de otros hombres supuestamente en contacto con Seres Divinos más humanizados, es decir, accesibles a la imaginación o a las quimeras humanas. La razón es bien sencilla: las ideas en torno a un Creador Originario más allá del Tiempo y del Espacio se hacía inconcebible para la gran mayoría. El vacío, de hecho, denostaba ese concepto que pasaba por ser una nada que infundía el horror vacui. Además, ¿quién puede garantizar la veracidad de un relato tan remoto como posiblemente imaginado?
La mente debía substanciar los conceptos más abstractos; también crear terrenos situados en a-topías donde poder emplazar los acontecimientos. Así, todas las cualidades humanas, reales o ficticias, daban pie a la creación de mundos deseados donde no hubiera dolor sino satisfacción de Justicia, virtud muy anhelada en la Tierra. Pese al rechazo a admitir un cosmos regido por una Inteligencia ilimitada, por muy fantástico que pareciera, había logrado generar una resonancia interna de un deseo profundo y oculto que se despertaba en casi todos quienes lo conocían. Había un despertar sutil. Estaba basado en un sentimiento que no se saciaba en el mundo. Como el Primer Padre no conocía la muerte, todo aquél que se adhiriera al relato deseaba no morir jamás. Valía la pena, entonces, creer en esos mundos invisibles, plagados de Seres Superiores que vivían perpetuamente. O de intentar ascender a lo más alto sólo por vía de la Razón, lo que estaba reservado para muy pocos.
* * *
Pasaron milenios y la mente de los hombres se tornó más suspicaz y puntiaguda. Cansados de creaciones y seres cuya corporeidad no podía comprobarse, casi al completo la humanidad optó por dejar de dirigirse a lo alto. Se olvidaron de los cielos estrellados como jeroglíficos de complejos significados y las miradas se desplomaron volviéndose, con demasiada frecuencia, letalmente horizontales o directamente se disolvieron a ras de tierra.
Hombres supuestamente de modo realista, fijaron su atención sólo en lo humano, desencantados por su pesquisa metafísica. Cancelaron los dioses. La duda se enseñoreó en lo humano situándose en la cima más alta, sin más crédito que un orgullo obsceno, Así, la humanidad se confinó dentro del perímetro de lo palpable. Únicamente se podía vivir y pensar dentro de ese redil. Para mostrar su coherencia destruyeron todo lo que pudiera parecer nostálgico y que alentara el retorno a las viejas creencias. Insuflaron la esperanza de una “nueva normalidad”. ¡Pobres! Para ello, derrumbaron la sabiduría que habían acumulado a través de los años. No temblaron al destruir las obras creadas gracias al talento de sus mejores ancestros. Derrumbaron templos, naciones, culturas… Toda una civilización milenaria fue devastada.
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No obstante, permaneció la piedra angular de los conceptos abstractos y de su mito colateral. El deseo de ser algo más allá de hombre, pero, eso sí, había una prerrogativa. Tenían que superar lo humano, pero como fruto de la creación humana. ¿Cabe mayor abyección? Para implantar esta premisa había que echar abajo toda posible trascendencia atribuida a los dudosos Seres Invisibles a los ojos de los ciegos, para dar paso al deseo de vida eterna sólo gracias a la inteligencia humana.
Al certificar la extinción del Orden Superior la mente se desplazó tan solo hacia la luz mundana. Se olvidaron entonces que ciertas leyendas atribuidas a la Sapiencia Superior habían fraguado en realidades de nuestro mundo material. Entre las más destacadas figuraba aquella que aseguraba que los dioses no desean que ningún hombre aspire a la Eternidad si no es después de una absoluta abnegación y de una virtud culminada.
* * *
Cuando alguien creía o sigue creyendo que ha trascendido su condición humana situándose despiadadamente por encima de su prójimo para situarse a la altura de un dios, desoyendo los designios ligados a las Leyes Naturales, comienza a adentrarse en zonas desacertadas para satisfacer sus ansias de poder. Nada le detiene entonces. Crea el caos en su entorno y el miedo cunde ante sus amenazas. Antes que empeorar los desmanes causados contra la corriente de la vida, los dioses mismos optaron por zambullir al que se ha alzado falsamente en las alturas. Esta clase de locura que precede a las grandes ignominias, los griegos de antaño comprendieron que era el castigo de los dioses y lo denominaron “Hibris”: una borrachera de engreimiento donde se pierden las perspectivas y jerarquías naturales. Todavía orgullosos de su desviación, pese a los resultados desastrosos, lo denominan pomposamente transhumanismo, es decir, más allá de lo humano, pero generado por la inteligencia humana cuando es, simplemente, Hibris, o locura inducida por los dioses, en estado puro.
Vivimos tiempos donde toda la lógica se ha invertido creando un mundo artificial que es una cruel caricatura del hombre natural. La Hibris parece haberse apoderado de los gobernantes. El paso de la tecnología analógica a la digital augura un tiempo que ya no se producen calamitosas reiteraciones recurrentes en la Historia.
Se movilizan fuerzas opacas para el cumplimiento de la Agenda 20/30. ajenas a la perspicacia de la mayoría de la colectividad.
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