Juan Enrique Gómez
Cada año, desde 2015, incrementamos la distancia estadística entre nacimientos y muertes. En España y la mayor parte de los países avanzados, nacen menos personas de las que mueren. Las cifras de natalidad y mortandad ahondan en el desequilibrio social, antropológico y ecológico que lleva al Homo sapiens sapiens hacia parámetros que, en otras especies, supondrían situarlas en categorías definidas como ‘en peligro de extinción’, un descenso en la llegada al mundo de crías que, de seguir produciéndose las llevaría a ser clasificadas como “En peligro crítico de extinción”, el paso previo a ser consideradas extintas, algo que no podría ocurrir a la humanidad a medio o largo plazo porque la densidad de nuestras poblaciones, ocho mil millones de personas en el mundo, está muy por encima de la mayoría de las especies, pero si cambiamos la percepción temporal e intentamos pensar en tiempos evolutivos, el desfase entre vida y muerte nos llevará a colgarnos la etiqueta de extintos.
En el mundo animal, del que formamos parte, hay un objetivo claro: reproducirse y cuidar de las camadas para que crezcan y se repita el ciclo, una y otra vez, como única forma de mantener e incrementar las poblaciones. En cada una de las comunidades faunísticas se hace todo lo posible para conseguir un equilibrio entre muertes y nacimientos. La mayoría de los representantes del mundo animal, sin ser conscientes de ello, actúan como garantes de la continuidad de su especie sobre la Tierra y, con ello, facilitan la supervivencia de otras, animales y vegetales, de las que dependen y con las que se relacionan. Una dinámica que el hombre ha situado en un plano inferior en su escala de prioridades, a pesar de estar dotado de inteligencia, de ser la especie dominante y tener capacidad para influir en su destino y condicionar los equilibrios ecosistémicos del planeta.
Mientras en las sociedades menos desarrolladas, la natalidad se rige por parámetros más cercanos a los ritmos de la naturaleza, en las que se tienen todas las crías posibles para tener mayores posibilidades de supervivencia y continuidad genética, en los países social y económicamente avanzados, la situación cambia por completo y hemos reducido los niveles de natalidad a cotas tan bajas que caminamos hacia sociedades envejecidas donde la renovación es cada vez más lenta y, con un horizonte en el que se dibujan grandes grupos sociales de mayores, cada vez con mayor edad; grupos de edad media y, hacia abajo, sectores juveniles e infantiles cada vez más reducidos, lo que supone una merma en la renovación genética y las posibilidades de hacer frente a cataclismos que puedan llegar en forma de pandemias (no olvidemos el Covid 19), catástrofes naturales, efectos a medio y largo plazo del cambio climático y global, sin contar con guerras o agentes externos que hoy no podemos imaginar.
Por el momento, las cifras en países como España, no son alarmantes, pero sí deberían tenerse en cuenta. En 2022 nacieron 329.812 bebés, siete mil menos que en 2021. Es la cifra más baja de nacimientos desde hace 81 años, fecha desde la que se tienen registros fiables. Si esta cifra la comparamos con el número de fallecimientos, que fue de 462.370 personas, vemos que en solo un año nacieron 132.812 personas menos que las que murieron, lo que incrementa el envejecimiento de la población. Cifras que se venían repitiendo de forma similar desde el principio del siglo XXI y se han incrementado considerablemente desde 2015.
Pero las cifras no parecen cambiar nada en una sociedad en la que cada día es más difícil conciliar la vida familiar con la laboral, a pesar de que las normas y el discurso mediático generalizado digan lo contrario; donde se prima la idea del derecho al aborto tratado más como un método anticonceptivo que como solución a posibles problemas clínicos, donde menores de edad pueden acceder a la interrupción del embarazo sin comunicación paterna; en la que se crean fórmulas familiares ficticias basadas en intereses económicos e ideológicos por encima del concepto de género y reproducción de la sociedad y la especie. Primamos la familia o la pareja de uno o dos descendientes, mientras llegamos a retirar ayudas a familias de tres hijos porque sus ingresos se encuentran en el umbral de la media nacional. Y cada año se incrementa la edad en la que una mujer tiene su primer hijo, algunas de ellas en edades por encima de las recomendaciones médicas como tope para procrear.
Por el momento la caída de la natalidad se mantiene en parámetros sostenibles gracias a que se ha producido un importante aumento de la población inmigrante, con un mayor índice de hijos por pareja, una circunstancia que reduce la caída libre de nacimientos, pero poco a poco, esa dinámica también bajará con la adaptación de parte de los grupos de inmigración a la sociedad donde viven.
Hemos dejado de mirar a la naturaleza para encerrarnos en nuestra particular y destructiva forma de vivir como especie. Hemos olvidado que en muchas poblaciones animales, las crías son cuidadas por otros miembros de la comunidad, no solo cuando la madre ha muerto, sino cuando cumple otras funciones en su particular sociedad. Los zorros, tan denostados, utilizan el sistema de madres temporales para cuidar de los cachorros mientras el resto del grupo busca alimento. Lobos, osos, linces, nutrias y otros animales ibéricos, cuidan de las camadas independientemente de ser o no sus progenitores.
Volvamos a observar los ecosistemas, donde el equilibrio es la clave para la supervivencia, donde un desfase en una de sus estructuras generará problemas en otras. Es difícil hacerse a la idea de que en un planeta superpoblado por una determinada especie, la bajada en los índices de natalidad pueda acarrear problemas de supervivencia. Solo el tiempo en términos evolutivos tiene la respuesta.
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